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Basílica - Parroquia
Nuestra Señora de Atocha

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XXXIII Domingo de T.O.

13 de noviembre de 2020

 

“¿Conque sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene.”

Salmo responsorial:
Dichoso el que teme al Señor

Comentario a la Palabra

“Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra”. Estas palabras del tercer criado de la parábola reflejan bien la actitud de muchos cristianos ante Dios y su responsabilidad en el Reino de Dios a favor de la humanidad. Para ellos, el Señor es un amo exigente y arbitrario, que exige agobiantemente y sin medida, y nos hace sentir esclavos uncidos a un yugo insoportable de mandatos y culpabilidad. Sin embargo, según la Biblia, Dios no quiere esclavos, sino colaboradores libres y responsables que se comprometen con el plan de promoción y salvación de lo humano, con su ser y su hacer, porque, en definitiva, no se trata de un capricho suyo, sino del propio beneficio de la humanidad.

Ya desde la imagen de Adán en el Génesis (Gen 1,26.28; 2,15), este aparece como persona que cuida la tierra, su tierra. Y esto corresponde a la realidad y vocación más profunda del ser humano: se hace, haciendo –porque no nace “hecho” –. Se reconoce, tiene conciencia de su identidad, haciendo, a través de su actividad consciente y efectiva. Se encuentra pleno, útil, realizado, haciendo. Y en su hacer, “da de sí”, es decir: se descubre más grande que sus propios límites o miedos, y “se da”, porque al hacer, se entrega a sí mismo en beneficio de los demás. Ser llamado, pues, a la colaboración con Dios en la obra de la creación y la salvación es un privilegio para el ser humano: encuentra en ello, su dignidad (colaborador de Dios), su contribución al bien de las personas y de la creación, su vocación y puesto en la vida.

Quien no vive así, en laboriosidad consciente, filial y fraterna, es, como dice la segunda lectura, un “ser durmiente”, una vida vegetativa.

Los talentos son nuestras cualidades, habilidades, experiencias… pero, sobre todo, nuestra propia persona como creyentes. Por lo cual, incluso en las circunstancias de enfermedad o disminución, cuando parece que ya no podemos aportar nada práctico, nuestra manera de ser en fe, esperanza y amor, es una contribución esencial y necesaria.

Esta colaboración responsable e ilusionante, a pesar de las dificultades, no conoce el fracaso. Puede ser que no consigamos resultados visibles, pero sí frutos. El resultado es exterior al trabajador y depende mucho de las circunstancias sobre las que no tiene ningún control. El fruto, nace de dentro, tiene una eficacia misteriosa y transforma, en primer lugar, al que se ha entregado personalmente, a través de su labor, su ingenio y su tiempo. Lo ha hecho más persona y más hermano; más imagen de un Dios “que está siempre obrando” en favor nuestro.

Esta llamada se dirige a todos y no solo a los que tienen grandes responsabilidades. Es en lo gris de lo cotidiano donde hay que invertir los talentos. Incluso cuando Dios parezca estar, como el señor de la parábola, tan lejos, que nos ha dejado solos e indefensos en nuestros riesgos. En la primera lectura se nos habla de un modelo de mujer que emplea sus talentos. No se puede quedar en referente de la esposa y madre. Abarca a toda actividad realizada por mujeres (y también por varones): el rasgo más importante es que “sabe hacer hogar”, con los de dentro y los de fuera. El salmo nos habla de un modelo masculino (que sirve también para las mujeres), de un hombre que ha sabido hacer familia, hogar y ciudad. Necesitamos de hombres y mujeres así: contemplativos (“los que “temen” a Dios”), que en la acción cotidiana van trasformando nuestro mundo en hogar con Dios en el centro, como Dios mismo lo hace, y gracias a Dios, que nos da recursos, horizontes y ganas para hacerlo


Francisco José Rodríguez Fassio, O.P.
Convento de Sto. Domingo “Scala Coeli” (Córdoba)

www.dominicos.org/predicacion

La vida tiene sentido

Dar sentido a la vida es una de  las expresiones humanas más bellas que podemos imaginar. Los cristianos, sobre todo, encontramos el sentido de la existencia viviendo las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Ellas constituyen la quintaesencia del vivir cristiano.

No pocas veces la vida nos resulta dura y pesada, salpicada de problemas de todo tipo, sobre todo en estos momentos de pandemia, y, entonces, nuestra existencia parece carecer de sentido. Más aún, la vemos como un absurdo y a la muerte, como a un doble absurdo. En esta situación se hace muy necesario buscar y encontrar, desde la perspectiva de las tres virtudes teologales, el sentido del vivir. Porque sin este, la felicidad personal no se consigue y los otros son considerados como enemigos a los que hay que derrotar.

Esforcémonos por buscar y encontrar el sentido de la vida. Esta actitud nos llenará de felicidad a la vez que conseguiremos contagiarla a los demás. Los horizontes de sentido son indispensables para vivir con plenitud la existencia humana.

Teniendo presente que no podemos alargar la vida ni ensancharla, sólo profundizarla. Así es, no depende de nosotros alargar o ensanchar nuestra vida, sólo podemos profundizar lo que Dios gratuitamente nos regala. Y para lograr profundizarla es necesario descubrir y vivir su sentido. Únicamente el presente es nuestro y este presente es el que podemos y debemos vivir intensamente. Vivir y profundizar este presente nos ayudará a madurar como personas y a entregarnos generosamente a los demás.